Por Gisela Caranqui Nazate
Hoy
en día reducir el riesgo de desastres es prioritario. En los últimos 20 años,
los desastres ocasionaron 1,23 millones de personas fallecidas, 4,3 millones
afectadas y pérdidas económicas de 4 trillones de dólares, según el Informe
Mundial de Desastres 2000 -2019, de la Oficina de las Naciones Unidas para la
Reducción del Riesgo de Desastre (UNDRR).
La desigualdad entre géneros
influye en las afectaciones, ocasionadas por los desastres. Una de las frases reiterativas en las investigaciones sobre
género y gestión del riesgo de desastres es la que dice que las mujeres y las
niñas son las más afectadas por los desastres. Es decir, somos más vulnerables
por las condiciones sociales, económicas y políticas en las que nos desarrollamos.
Esta
categorización generaliza la condición de vulnerabilidad de todas las mujeres,
inferioriza sus capacidades y su carácter agencial. Aun cuando la sobrecarga en
las labores de cuidado recae sobre nosotras, estamos gestionado el riesgo de
desastres desde distintos ámbitos. Somos geólogas, geógrafas, oceanógrafas,
ingenieras civiles y ambientales, arquitectas, trabajadoras de la salud,
psicólogas, educadoras, sociólogas, economistas, comunicadoras. Somos urbanas,
rurales, migración, discapacidad, identidad de género, del bosque, páramo,
archipiélago, manglar y selva.
La
inclusión de la categoría “género” en los estudios de la gestión del riesgo de
desastres, desde 1980, ha permitido desarrollar herramientas que contribuyen a identificar
las necesidades diferenciadas entre las mujeres/niñas y los hombres/niños en
las emergencias de origen natural o antrópico, así como en crisis migratorias y
conflictos armados.
Actualmente,
resulta insuficiente hablar únicamente de “la mujer”, de la “participación de
las mujeres”. El nombrarnos y visibilizarnos como mujeres, niñas, jóvenes,
lesbianas, bisexuales, transexuales, de los pueblos y nacionalidades, con discapacidad,
campesinas, urbanas, rurales, migrantes; nombrarnos en todas nuestras
diversidades, como personas que estamos gestionando el riesgo de desastres
desde nuestras miradas y nuestras realidades debe ser un ejercicio constante.
Así comprenderemos las capacidades y condiciones de vulnerabilidad,
comprenderemos el riesgo de desastres.
La
desagregación de datos por sexo y género;
la incorporación de la narrativa del género más allá de lo binario
(hombre / mujer); la inclusión del aborto en las normas mínimas para la
respuesta humanitaria, como parte de la atención obstétrica de emergencia y la
prevención de la violencia sexual y la aprobación de la Recomendación 37 de la
CEDAW sobre las dimensiones de género de la reducción del riesgo de desastres,
son el resultado no solo de la presencia de las mujeres, sino también de la
participación constante, de los procesos de incidencia, las lecturas, los
análisis, las investigaciones y el trabajo colectivo.
Las
mujeres y todas las personas que gestionamos el riesgo de desastres, debemos
acercarnos a entender las desigualdades de género. Es fundamental considerarlas
como una condición de vulnerabilidad, que están naturalizadas, que nos violentan
y discriminan sistemáticamente a todas. Además de ello, trabajar en las estrictas
expectativas de masculinidad en las que los hombres y los niños también se ven
influenciados por las estructuras de la sociedad y el Estado.
Despojarnos
del lenguaje bélico para gestionar las crisis y emergencias es prioritario. Debemos
reemplazar el discurso de guerra, el discurso seguritista, heredado del orden
estatal: vertical y militarizado, como el de la desaparecida Defensa Civil en
Ecuador. El lenguaje representa al mundo y refleja la estructura patriarcal en
la que se enmarca todo, encubre la explotación y la precariedad. Las narrativas
son importantes para eliminar el entorno simbólico adverso y para la inclusión
efectiva de las mujeres en todas nuestras diversidades.
No
basta con que hablemos del enfoque de género y se incluya en los marcos
internacionales específicos referentes a la reducción del riesgo de desastres,
la mitigación y adaptación al cambio climático, la asistencia humanitaria y el
desarrollo sostenible, es necesario interiorizarlos y aterrizarlos en la
práctica, especialmente a nivel local, desarrollando e implementando,
proyectos, programas, políticas que incluyan su presupuesto y estructura de
gestión. Es necesario mirar las intersecciones que atraviesan nuestros cuerpos
y devenires de ser mujer en los procesos de la reducción del riesgo y la
recuperación post desastre.
Para
lograr que la reducción del riesgo de desastres sea una prioridad nacional y
política de Estado, es necesario mirar y escuchar otras realidades, sentires y
conocimientos que han sido invisibilizados y excluidos. Como gestores y
gestoras de riesgos, tenemos muchos desafíos para reducir los riesgos de
desastres, parte de ello es el mejorar las formas de relacionarnos entre seres
humanos, de tal manera que cuando enfrentemos
situaciones de emergencia, no se incremente la violencia a nuestra integridad
física, psicológica y sexual. Así como desnaturalizamos a los desastres (los
desastres no son naturales), debemos desnaturalizar la violencia y la
desigualdad.
La
participación de las mujeres es importante para integrar la mirada de la otra
mitad de la población porque aún existe una sobrerepresentación de lo
masculino, situación que perpetúa la invisibilización y la subordinación. Las
acciones implementadas sin incluir el enfoque de género y el de derechos
humanos son incompletas, porque no se enmarcan en la realidad que vivimos, que
es con desigualdad y discriminación. Adicionalmente, estas acciones no están
orientadas a reducir el impacto que generan los desastres y que afectan a la
otra mitad de la población en el mundo: las mujeres, niñas y cuerpos
feminizados, sin esa mirada estaremos obstaculizando el camino para lograr la
igualdad entre los géneros desde la gestión del riesgo de desastres.
Gisela Caranqui Nazate, comunicadora social, gestora del riesgo de desastres.
Feminista.