Maternidad, doctorado y redistribución social

Por Silvana Tapia Tapia., PhD 



Silvana Tapia Tapia. es PhD en estudios legales y sociales de la Universidad de Kent, en Reino Unido. Sus áreas de investigación son derecho penal, y feminismo decolonial. Además es deportista apasionada por la alimentación sana. Recomendamos seguirla en su cuenta de Twitter: https://twitter.com/silvilunazul 
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En el curso de mis estudios doctorales muchas personas, incluyendo colegas y compañeros, me preguntaban con admiración cómo organizaba mi tiempo para cubrir las grandes demandas de mi trabajo de investigación y ser “buena” mamá a la vez. En el caso de mi grupo de colegas tener que desempeñar ambos roles era relativamente excepcional: la mayoría de mis compañeras de promoción eran más jóvenes y aún no tenían (o no planeaban tener) hijos.

Por estas razones, todavía es necesario poner en evidencia los arquetipos de género que para muchos siguen siendo lo "natural" e incuestionable. Para mí, la experiencia de trabajar en mi doctorado y criar un niño que apenas tenía dos años cuando empecé los estudios, con frecuencia significó confirmar que hay severos problemas no resueltos en torno a las labores de reproducción social que cumplimos las mujeres. Si es el caso para las más privilegiadas que tenemos acceso a la educación superior, con mayor razón es un problema grave para aquellas mujeres marginalizadas y de escasos recursos económicos que no pueden acceder a cuidado infantil pagado.


Algo interesante es que la sorpresa manifestada por quienes me preguntaban sobre la distribución de mi tiempo con frecuencia estaba basada en la suposición de que yo necesariamente estaba cumpliendo el rol de cuidadora principal de mi hijo. Pese a saber que tengo un compañero con el que vivo, nadie imaginó, por ejemplo, que mis estudios doctorales pudieran ser una opción separada del rol de mamá. Para ilustrar mejor: aunque muchos de mis compañeros varones eran padres de familia, no recuerdo que alguien les haya preguntado cómo organizaban su tiempo para cumplir los dos roles; en este caso la suposición implícita era que otra persona (la mamá en la mayoría de casos) se estaba encargando de la crianza de los niños.

Así, mi principal dificultad para organizar mis roles fue económica: en el Reino Unido, donde realicé mis estudios, no existe el cuidado infantil público; todas las guarderías son privadas y cobran alrededor de USD 1.100 mensuales por recibir a los niños durante los días ordinarios, en horas de oficina. En tal virtud, el dinero de mi beca doctoral alcanzaba justo para cubrir el rubro de la guardería, dejándome apenas dinero para gastos inesperados. El papá de mi hijo estaba trabajando a tiempo completo también, y aunque consideramos la posibilidad de que él se quedase en casa para ahorrar en la guardería, nuestros cálculos finalmente mostraron que la opción más eficiente en términos económicos era la de tomar un trabajo remunerado, en vista de que los gastos de vivienda, comida, vestimenta, etc., ascendían también a montos muy elevados.

Como vemos, el "problema" de la maternidad evidencia la expectativa social de que el trabajo de cuidado se realice sin remuneración, además de la idea de que solo la madre y únicamente ella puede desempeñar el rol de cuidadora principal. En cuanto a las mujeres que trabajamos o estudiamos a tiempo completo, ni las entidades que financian estudios, ni las instituciones de educación superior, tienen en cuenta nuestro trabajo de cuidado. Una beca nunca contempla rubros para cubrir gastos de guardería o actividades para los niños, aunque para las mujeres es indispensable acceder a estas instancias para desempeñar sus funciones atendiendo a su salud integral. El trabajo de cuidado está profundamente privatizado incluso en los espacios comunitarios: es una cuestión que se espera sea resuelta puertas adentro. Si nuestra pareja o familiares nos ayudan, bien por nosotras, si no, pues mala suerte. 

Adicionalmente, y más allá del aspecto financiero, los espacios institucionales de interacción social rara vez están pensados para acomodar a las mujeres con sus niños (o a los varones en cualquier caso). Por ejemplo, acudir a una reunión aunque sea informal con el hijo para el que no pudimos encontrar cuidador, sigue siendo tabú. Incluso en las reuniones meramente sociales suele ser mal visto que se lleve a los niños. Las universidades casi nunca cuentan con áreas óptimas para esparcimiento infantil, ni en exteriores ni en interiores. En muchos casos, las habitaciones para estudiantes que se ofrecen en las residencias universitarias están pensadas para ocupantes solos, no para familias. En suma, en el mundo de la institucionalidad educativa a todo nivel, hay una gran invisibilización de las dificultades que enfrentan las mujeres, las cuales en gran parte se deben, sí, a una construcción de roles de género que les asigna a ellas todo el trabajo de reproducción social; pero también es una cuestión de redistribución económica, pues aunque de la noche a la mañana los varones empezaran a realizar más trabajo de cuidado infantil, sin la realización de cambios estructurales ellos se verían igual de limitados que nosotras ante la falta de recursos y garantías. Sin embargo, tal vez solo en ese caso hipotético de que todas las personas, independientemente del género experimenten los desafíos del doble rol, sería posible el reconocimiento político de la gravedad y urgencia del problema para abordarlo como lo que es: una cuestión estrechamente vinculada a los derechos fundamentales de las personas.



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